domingo, 26 de octubre de 2014

La visita medica



Anselmo llegó a primera hora al centro médico de su barriada, al ver que en toda la sala solo quedaba un asiento libre, consultó el papelilo donde tenía anotada la fecha y la hora. Quedó plantado hasta que escuchó su nombre por un altavoz. Una vez cerrada la puerta de la consulta, el médico se interesó:

—¿Que tiene?

—Me he quedado sin Omoprazol, también me haría falta una caja de paracetamol efervescente, de un gramo, y ALMAX, una caja, y otra de aspirinas y también Relaxan, duermo fatal, no pego ojo por las noches…

—Siéntese, si quiere.

—Tengo prisa, dígame a cuanto sube.

—Pues… exactamente, cuatro euros con veinticinco.

—Pues añada una cajita de parecetamol, de 650. En pastilla.


CORAZÓN SALVAJE

Un micro inquietante para estas fechas cercanas al Día de los Muertos.
 Cubrió el cadáver ensangrentado con la colcha y abandonó el chalé sin cerrar las puertas. Bajo el crepúsculo, caminó a paso indeciso por el sendero que conducía hacia el bosque, apenas iluminado por la luna. En cuanto llegó al pinar, se desprendió con rabia de las sandalias y, a continuación, del camisón de raso verde claro, ahora rojo sangre. Pero la ansiada desnudez no fue suficiente y su corazón siguió presionado por el peso lacerante de la memoria. Como una niña perdida, deambuló desesperada entre los árboles en busca del pino silvestre más antiguo del lugar, su árbol favorito, bajo cuyas ramas había hecho el amor tantas veces con Jorge, antes del distanciamiento. Cuando por fin lo encontró, afiló las uñas en la dura corteza y, sin pausas ni lágrimas, se despojó de la vieja cáscara, arrancando centímetro a centímetro la piel herida por el odio del amor. Liberada por fin de ella misma, trepó por el viejo pino, se tumbó sobre la rama más gruesa y, después de rugir de felicidad, cerró sus ojos amarillos.
Una hora más tarde descendió, hambrienta y oscura, con fuerzas renovadas para regresar al chalé y eliminar los apetitosos restos de su amante, convencida de que nunca volvería a ser epidermis del amor.

sábado, 18 de octubre de 2014

Ella no necesita un psiquiatra


Se paró un instante en el vestíbulo. Como una autómata se dirigió al buzón, lo abrió. Extrajo varios sobres que hojeó sin prestar atención. Propagandas; publicidades que la hacían sonreír porque ella —reina de los dobles sentidos, metáforas y símiles—, se las sabía todas. “Si trabajasen en mi agencia durarían lo que un insecto ante un camaleón”.
Se enfrentó al ascensor. No sabía qué tipo de fobia estaba gestando, pero cada día tragaba saliva antes de subir al hermético de acero, como lo había bautizado.
“Por qué coño se nos ocurriría elegir las alturas”. Tomó aire y entró. Veinte pisos recorridos en cuarenta segundos si no hay paradas intermedias. Lo ha comprobado un centenar de veces para decírselo al psiquiatra, cuando vaya: “Cuarenta eternos segundos”. Dani desea que concierte la cita. Ella sabe que no es solo por el ascensor es, sobre todo, por el constante posponer el tema de los hijos. “Dame una razón, cariño. Somos una pareja estable, las cosas nos van mejor que bien, tenemos salud. Nos falta crear una familia, un par de niños. Será maravilloso. Ya lo verás”. La palabra familia rechina en su cerebro igual que encontrar arena en un plato de almejas.
Una voz de caramelo anuncia la planta veinte. Por fin puede abandonar el hermético que la asfixia como si hubiera ascendido a ocho mil metros. Suda. La llave padece el baile de San Vito y cuesta introducirla en la cerradura hasta que sujeta una mano con la otra. Se abren unas puertas y se cierra otra, reflexiona apoyándose sobre la mesa redonda de cristal y pizarra que ocupa la entrada, “Es fría”, le había comentado a Dani en la tienda de Milán, “Es espectacular — había contestado él—. Como tú”.
Daniel. Buen publicista, todo un manipulador. Lo supo desde el primer momento y por eso se consideraba a salvo, pero le fastidiaba la frescura con que usaba esa habilidad. Lo había reflejado en varios relatos. Se los enseñaba cuando mostraba interés por sus textos. Nunca se dio por aludido. No sabía si era una pésima escritora o el hombre con quién vivía, un necio. No compartía con nadie una vocación que se iba abriendo paso a empujones, con un ímpetu que la desequilibraba y que ocupaba más espacio del que tenía disponible, como si un archivo de mil teras quisiera descargarse en un portátil.
Dejó las cartas y el bolso sobre la mesa. Se detuvo bajo el arco que daba paso al salón con su frente de ventanales asomados al cielo de la ciudad, “¿Cuántas veces los he abierto en el último año? Cuatro. Cinco. La climatización me atrapó”, se dijo.
Sacudió la cabeza para huir de la visión que le palpitaba dentro; el recuerdo de la visita al escritor reconocido la apremiaba. La había recibido en el piso con escaleras de madera que crujían secas de tantas lejías, en el barrio viejo de la ciudad: zonas peatonales, turistas, tiendas de recuerdos y franquicias de bares de comida rápida mezclados con tabernas frecuentadas por parroquianos. Sentada frente a él, le había lanzado una pregunta que la noqueó “¿Por qué quiere escribir?”. Incómoda en la habitación con balconcillo, librería desigual comprada a golpe de edición, libros manoseados, cenicero con escudo de un club de fútbol, y ante una persona —sobre todo eso— que no podría estar en ninguna otra parte del mundo porque ese cuarto era un abrigo hecho a medida, la embargó la envidia. Él no envidiaría a nadie y nada echaría en falta, porque lo tenía todo. La entrevista no había funcionado. No es que esperase que el escritor abriera su manuscrito y bolígrafo en mano se dedicara a comentar frases, elipsis, metáforas..., no; aunque, tal vez, un poco sí. Pero fue ella quien insistió en dejárselo a pesar de la certeza de que el hombre no encontraría tiempo para leerlo, y él quién no supo rechazarlo.

Al regresar de estas reflexiones pensó que podía llevar allí quince minutos o quince segundos, notó que en otro tiempo no se habría perdonado el despiste y ahora no le importaba.

Se había descalzado los “manolos”, servido una copa de vino y miraba los tejados de la ciudad cuando oyó el ruido de la llave en la puerta. Se giró. Daniel se acercaba sonriendo. La cogería por la cintura y besaría su mejilla. Tomaría un sorbo de vino e intentaría adivinar bodega y cosecha, se equivocaría y eso le valdría de excusa para ir a la cocina y servirse su copa. Ella preguntaría si no había bebido en la agencia, y él contestaría que solo un par de gin-tonic y medio güisqui. Y cuando él volviera la pillaría con la cabeza baja mirando la copa que giraría entre las manos.

—¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo?
—Dime…, si desapareciera por un tiempo, no sé… tres, cuatro años, diez, ¿crees que la gente me olvidaría? —Ella misma se respondió— Yo sé que sí.
—No entiendo a qué viene esto —replicó él con una sonrisa intranquila.
Ella fue hacia la puerta, la abrió, miró el ascensor y las escaleras, y se volvió para decirle:
—¿Te mudarías a un bajo?
—¡Claro que no! —respondió él—. Nadie querría vivir con los pies en la tierra cuando puede tener el cielo —contestó guiñando un ojo.
La vio perderse por el pasillo hacia el vestidor y salir dos minutos después ataviada con vaqueros, sudadera y deportivas.
—Yo sí. Me marcho.
Sonreía como si le estuviera dando una buena noticia. Daniel oyó los pasos ligeros desaparecer escaleras abajo.

viernes, 17 de octubre de 2014

La culpa del amor

Me estreno en este nuevo proyecto.

La culpa, del amor

Se me rompió
se me rompió el corazón
se quebró de tanto amor
un amor que duró y duró
pero al final,
se rompió
se me rompió el corazón.
Cada noche es un lamento
cada noche,
las lágrimas invaden mi pecho
me dejan sin aliento
me torturan sin consuelo
y mi corazón late despacio
no galopa ya desbocado.
Se me rompió
se me rompió el corazón.


Mª Cristina Martínez García

jueves, 16 de octubre de 2014

La condolencia

         Después de rociar el ataúd con el hisopo, el párroco se acercó a donde estaban los hijos de la fallecida que, en la puerta de la iglesia, recibían solemnemente el pésame de amigos y familiares. El coche fúnebre estaba con la puerta trasera abierta y antes de que los del servicio de la funeraria introdujeran el arca, el cura dijo a uno de ellos:
       —La esperanza es lo único que no se pierde.
       —Yo, ya la he perdido…
       —¿Acaso no tiene fe?
       —Claro que tengo fe, y Esperanza, que es así como se llamaba mi madre.
       El empleado de la funeraria cerró el portón trasero y se les aproximó para estrecharles la mano y despedirse:
      —Nos vemos en el cementerio.

Un mal final

Mujer con pistola- Julio Romero de Torres.

 El blanco predominaba sobre cualquier otro color, de hecho era el único, si exceptuábamos el naranja de mi ropa. 

Los parpados me pesaban y por una rendija contemplé solo lo que se encontraba delante de mí, que no era mucho. No tenía noción de nada anterior a ese instante. 
Todo mi mundo se resumía en los pocos segundos que llevaba consciente. Ni siquiera pude levantarme del sitio o girar la cabeza. La angustia  trepó hasta mi garganta. Grité o eso creí, porque ningún sonido salió de mi boca. 

Cerré los ojos con fuerza decidida a buscar respuestas en mi interior. Una niebla espesa lo envolvía todo. Intenté pensar con algo de lógica. Alguien tendría que acudir a socorrerme y entonces...

Se descorrió una cortina y  vi un montón de rostros serios. Algunos no apartaban la vista de mí y otros se volvían para no mirarme.  El recuerdo me golpeó  de lleno y, horrorizada, quise olvidar de nuevo.

sábado, 11 de octubre de 2014

RETRATO DE UN HOMBRE




Su corpulencia se debía a la anchura de hombros y caderas, no a la estatura, y a la masa musculosa que cubría los huesos e inflaba la piel como si fuera la espuma de un cojín.

Poseía una sonrisa dispuesta a brotar como manantial y la carcajada limpia como el agua.

Miraba a los ojos cuando le hablabas, pero algunas veces se perdía en sus pensamientos subido a una alfombra mágica que lo alejaba de tí y, entonces, dejaba de escuchar, de paladear, de ver.

Desprendía calor. En invierno era un calor físico que te hacía buscar sus manos para estar reconfortada como cuando sostienes un tazón de leche humeante, o le das un buen trago a una copa de coñac. Pero emanaba otro calor que le surgía del corazón globoso y granate como fresa madura y que saboreabas con glotonería para no perder su esencia. Este calor te envolvía con un manto del que deseabas no desprenderte.

Aunque no siempre era así: el convertirse en un animal a la defensiva o dispuesto al ataque formaba parte de él como su olor corporal o su sombra.

Estos picos y valles, estas sierras abruptas y tormentosas lo transformaban en alguien con quién, de haberlo intuido, no hubieras compartido ni un instante, ni un café, ni una sonrisa. No podías evitar desear que la tormenta pasara cuanto antes, sin importar los destrozos a su paso, para regresar al hogar con chimenea, a la alfombra y al cojín.

La pasión con la se entregaba a la vida había engendrado un hombre bondadoso y terrible, y yo me había enamorado de él.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Justicia



Hacía mucho tiempo que no venía al cine. Las películas de acción ya no son lo que eran. Eastwood, Norris, Bronson... ¡qué grandes! Te hacían aplaudir en la butaca. Y no los de ahora. Maricas.

Camino calle abajo hacia el lugar donde aparqué el coche. Mientras busco las llaves oigo unas voces, alguien grita. Levanto la mirada y veo a un tipo corriendo en mi dirección. Tras él hay otro que le señala mientras le persigue.
— ¡Socorro! ¡Al ladrón, al ladrón! ¡Mi móvil!

El ratero sortea a un par de viandantes, corre veloz, ya está cerca, afianzo mis pies en el suelo y cuando pasa junto a mí me interpongo en su trayectoria. Todo sucede en un par de segundos. Le empujo con mi hombro y le derribo, cae boca abajo y le inmovilizo clavando mi rodilla en su espalda. Cargo todo mi peso sobre su columna vertebral y le arranco el teléfono de las manos. Veo el logotipo de la dichosa manzanita; no podía ser otro. El caco intenta zafarse, apenas puedo verle la cara bajo la capucha de la sudadera. Protesta y trata de liberarse.

—No te muevas. Estira los brazos y pega la cara al suelo.

—¡No me haga daño! —suplica— por favor, déjeme marchar. Solo quería venderlo, en casa no tenemos nada para comer.

—Cállate.

—Se lo juro, no soy ningún delincuente, nunca había...

—He dicho que te calles —le interrumpo.

La víctima llega hasta nosotros, le entrego su móvil y me fijo en él: zapatos con borlas, pantalón rojo chillón y un polo blanco con un caballito en el pecho. Debe tener frío porque lleva el cuello levantado. Apenas es un crío.

—¿Todo en orden? —le pregunto.

Pero me ignora y comienza a toquetear la pantalla. Parece que está escribiendo un mensaje.

—Eh —insisto—, si todo está bien ya puedes llamar a la policía, no voy a sujetar a este fulano toda la tarde.

Por fin vuelve en sí y me mira como si viese a un extraterrestre.

—¿A la policía? Paso, ya tengo mi móvil. No quiero movidas.

—¿Pero qué estás diciendo?

—Que me largo; gracias, tío.

Y empieza a darse la vuelta para marcharse mientras yo estoy ahí, con ese desgraciado besando el suelo, pensando en que acabo de hacer de Charles Bronson para nada.

—Dame ese móvil. Lo haré yo —le digo, estirando el brazo.

—¿Qué? Ni hablar.

—¡Que me lo des, coño! —y se lo arranco de las manos. El muy imbécil se queda petrificado al ver que en menos de cinco minutos le han birlado dos veces su valioso teléfono.

Me pongo en pie, sujeto al ladronzuelo por la sudadera y le ayudo a levantarse. Apenas tiene treinta años, lleva varios días sin afeitarse y las lágrimas se deslizan sobre sus ojeras. Pongo el móvil en su mano. Hago un gesto con la cabeza, señalando calle arriba.

—Corre.

El pijo intenta detenerlo, pero le sujeto poniendo mi mano sobre su pecho. Le empujo contra una pared, mientras empieza a gritar como una nenaza.

—¡Que alguien llame a la policía!¡Ayuda! —pero los pocos espectadores que han presenciado la escena dan media vuelta y le ignoran. —No sabes quién soy yo. Te arrepentirás de esto. ¡Ese teléfono cuesta más de lo que tú ganas en un mes!

—Que te den, gilipollas —replico. Le suelto y me marcho sin mirar atrás. Me alejo recordando las películas de Harry el sucio. Qué grande era. «¿Te refieres a mí?»...no, espera, ese era otro. También me gustaba.

martes, 7 de octubre de 2014

DESEO



Sentados frente al televisor, después de cenar Benito no soporta el silencio establecido por su esposa y recostado junto a ella, insiste de nuevo:

—Te digo, que tomar un café con una buena amiga no supone nada, hay una clara diferencia entre la amistad y el deseo. El deseo es ir más allá del amor, parece mentira que tengas que reñirme por ello, bien sabes que la única mujer que más quiero es a ti y a nadie más…

—Anda vete y baja la basura.

—…cuando suba, te explicaré lo que es el deseo.

—¡Qué más quisieras!

¿Por qué escribe?


La culpa ha sido tuya. Si en vez de andarte por las ramas hubieras sido sincera, pero le dices que escribes desde que eras pequeña, que te apasiona leer, que en la facultad los profesores valoraban muy bien tus textos. Y esa gilipollez de que al escribir se te han abierto las puertas de un abismo y en el fondo hay algo magnético que te impide separarte ¡Puaf! Con razón sopesaba el manuscrito como si valiera más por el gramaje que por el contenido. ¿Sabrá esta mujer lo que le queda por aprender?, habrá pensadoEn realidad lo ha dicho: lo ha dicho cuando te ha mirado con esa expresión de condescendencia que usa el maestro ante el que quiere y no puede pero está lleno de buenas intencionesY al final va y te desea suerte en el mundo de la publicidad, que no sé para qué has contado lo del trabajo en la agencia. Has tirado por la borda la ocasión de su crítica o su consejo, o ambos. Has desperdiciado la cita, mierda, como si fueras a tener cientos de ocasiones de que un experto te lea. Pero…un momento, aún estoy a tiempo. Solo tengo que darme media vuelta, subir los escalones que me separan del piso y llamar al timbre. Así de sencilloVa a pensar que soy una pesada, o quizá no. Ha estado encantador, incluso amigable, mientras yo hacía el imbécil escondiéndome tras el traje de ejecutiva; si hasta he tardado unos minutos en quitarme las gafas de sol… Un momento, para, tía, ¿qué ha dicho sobre renunciar a la comodidadSí, olvidar la comodidad en el sentido más amplio de la palabra¡Si esa era mi declaración de intenciones! Eso es lo que quería decirle: estoy dispuesta a torturarme con preguntas sin respuesta, a que me llamen piradaperder amigos, incluso quedarme sin pareja, pobre Daniel nunca lo entenderáestoy dispuesta a subsistir en lo espiritual y mal vivir en lo material Alguien sube, se extrañará de ver a una desconocida aquí parada. Decide de una vezvuelves o no



—Buenos días.
—Hola, buenos días.
Desciendo. Necesito un poco de tiempo para preparar otro encuentro, a lo mejor dentro de un rato, o esta tarde, dejarlo para otro día, no, eso no. Cuando llegue al bajo me decido. Sí, cuando llegues, pero ya estás aquí, tía, ¿y ahora qué?...
—¿Va a subir?
el anciano que sujeta la puerta del ascensor desconoce la importancia de la pregunta y la lanza así, como si tal cosa, como si preguntara qué hora es
Oiga, señorita, que si va a subir. 
Sí suboQuinto, por favor.
Está hecho. Tocaré el timbre y cuando abra la puerta se lo diré sin más. Sin pedir disculpas por darle la lata, sin tartamudear, sin miedos, mirándole a los ojos
Ya estamos en el quinto. Adiós joven.
—Adiós.
Escribo porque respiro, le diré.
¡Riiiiing 

26 sep 2014,  Marusela Talbé

sábado, 4 de octubre de 2014

Deseos cumplidos


 Deseos cumplidos

            La vi sentada junto al ventanal del salón. Contemplaba el paisaje con los ojos fijos en un punto lejano donde la ausencia anegaba los recuerdos de su vida. Me acerqué a ella. Ahora el otoño nos envolvía. Se levantó y hundió sus dedos entre las canas de mi barba. Y el rumor de su voz me enredó de nuevo en una melodía apasionada que despertó en mí el deseo de besarla. Supe al instante que ahora podría ofrecerle el amor que tiempo atrás, cuando yo fui primavera y ella verano, no supe ni quise darle. 

                                           
                                                            Mar Lana